El amor entre la ciencia, la literatura y la educación: La premura de aquello que todavÃa, no lleva nombre
07:00h Miércoles, 29 de octubre de 2008
Amar fue un verbo utilizado hace más de medio siglo como una excusa comercial para esposarse. La coartada perfecta para consagrar y santificar ese verso desequilibrado y compuesto por deseo y felicidad, y por supuesto, por la ansiada y opresiva estabilidad económica.
Foto: Taringa
Estabilidad muchas veces espoleada por una imponderable dictadura familiar. La gente se casaba mayoritariamente por interés y el afecto era olvidado bajo la suave humedad de la ropa. De ésa que se guardaba agreste en los cajones humedecidos por el moho y el olvido, y no por aquella otra, la empalagada en la ropa interior que se quita uno (o se le quita al otro), en la premura de una sangre caliente y erguida.
Sin embargo, el amor desde tiempos griegos ha sido considerado como una oportuna forma de desequilibrar el alma, de desestabilizarla. Un tipo de locura que era superada solamente por aquel goce que desprendía el buen beber y la buena vida, el llegar al conocimiento pleno de las cosas mediante el esmerado acto de pensar y repensar los fenómenos de la naturaleza. De volverse loco explicándolo todo.
El amor griego era espléndido mientras fuese entre hombres, la homosexualidad era considerada sencillamente culta, la mujer, una oportuna y vaginal herramienta para asegurar la descendencia, y con ello, justificar su mamífera existencia. Pero para nada más. La cultura y el poder se entretejían únicamente bajo la obstinada testosterona de músculos y cerebro.
Luego Salicio y Nemoroso en la literatura contaban sus desventuras amorosas, desfalleciendo por amor al igual que Romeo y Julieta, y los poemas universales de Neruda que parecían atravesar la piel con filosas espadas adoleciendo ante el amor imposible y lejano. La literatura y el arte hicieron entonces del amor una excusa para apropiarse del mundo inmaterial y desplegar la creatividad humana.
En un tiempo fue Baco (el dios del vino) y las musas los que iluminaban el don creador, luego el fulgor se volvió terrenal y los escritores y artistas optaron por culpar a sus amores imperfectos de la vida como objetos de creación para sus mejores obras. El amor se institucionalizó en la Edad Media con la Iglesia y la formalidad tomó un camino menos pedregoso para asentarse en la tranquilidad de las leyes.
Hoy, el amor puede resultar una buena excusa para llevar a esa persona que te miró toda la noche a la cama, para desfogar las pasiones ondeando las sábanas y tocando ese cuerpo excitable como si fuese guitarra. Hoy el amor puede resultar igual de superficial que comprarse un vestido para salir una noche. Y es que todo va cambiando, la sociedad como ente colectivo y en constante evolución va desfigurándose, mutando y rebrotando en mediáticas formas de pensar y tentaciones convencionales de vida.
Foto: Libro de Arena
Rosa Montero, escritora y periodista española, escribió alguna vez con olor a sentencia que el amor no existía, pero a cambio funcionaba divinamente para instaurarnos razones de vida, para desestabilizar la monótona y rutinaria condición de ser humano tedioso, para escapar de eso que Sartre definía conspicuamente como la náusea.
Por otro lado, la escritora colombiana Laura Restrepo plasmó el amor como un delirio, como ese estado absoluto y sonrojante en que sólo el saberse empalagado de felicidad importaba, un juego macabro entre el juicio y la sin razón, aquello que pululaba como una firme convicción de bondadosa irrealidad. Inefable para casos de científica búsqueda de noción.
En tanto, Erich Fronm en su Arte de amar, intentó constituir al referido sentimiento como un omnipotente estado de vida mediante el cual debíamos consagrarnos como formas de existir. Explicó las diferentes formas de amar, lo sencillo que podría resultar confundir el placer sexual con el citado sentimiento y las circunstancias que podrían llevar al ser humano a conseguir afianzarse en una política basada en el amor. Por supuesto que al decir política, vale referirse a un gobierno de vida individual que rige únicamente el mundo interior.
En la última década, seres de laboratorio, posiblemente carentes de alguna sustanciosa relación afectiva o de siquiera alguno que otro arrebato erótico, han intentado fundamentar el amor en alguna parte escurridiza del ADN. Han perseguido papal y ceremoniosamente atestados de matemática rigurosidad, el deseo de encontrar la génesis del amor en copiosas mezclas y tubos de ensayo.
Foto: Euroresidentes
Su meritoria labor sirvió para entender un poco más los efectos del enamoramiento en el organismo, para descubrir la acalorada labor de las hormonas y la pasión por sabernos dueños y domadores de la carne ajena. Pero aún resultan inútiles para explicar ese bicho que pica el estomago, ese temblor epidérmico y ese sentimiento de paz y amor que uno siente cuando la media naranja aparece en nuestra vida sin tocar la puerta, sin avisar. Sólo entra a patadas, irrespetuosamente adorable e inesperada. Las matemáticas, hasta ahora y gracias a Dios, no explican eso.
¿Es posible entonces, ante tantas posibilidades de entender y consentir al amor, formular algún plan o proceso que permita educarlo? Quizá la mejor forma sea siendo experimentando, descubriendo opciones y formas de vida con el pasar de los años, aminorando las posibilidades de sorprendernos y convirtiéndonos presumiblemente en diablos viejos que ya de todo y en todo hemos sabido, probado y copulado.
Corremos con eso la posibilidad de adquirir una enfermedad sexual, sorteamos la posibilidad de depositar descendencia donde no queremos o ser usadas como un banco para que algún buen tipo pasado de copas nos deposite su compuesto de sacarosa. Ningún recorrido literario ni científico puede aminorar o acrecentar los riesgos de una libertad sexual. Nada ni nadie puede adjudicarse la potestad de acribillar al libertino y santificar al casto. A cambio, muchos podemos convertir al amor en un pariente cercano al sexo, en un ajetreado vecino.
La intención de este post no alcanza más allá de crear una ligera reflexión sobre lo que se busca, individual y colectivamente, con eso que nos gusta llamar amor. Como se ha escrito líneas arriba, existieron, existen y existirán infinitas fórmulas y excusas para conceptuar ese sentimiento inefable. Únicamente la personalidad y por ende, la concepción de valores y construcciones mentales permitirán a cada uno (pese a ser altamente influenciado por el entorno, individuo al fin y al cabo), elegir el tipo de amor a navegar.
Puede que Rosa Montero tenga razón y el amor no resulte más que un buen sazonador de vida, puede que sea un hilo dorado que sólo sirva para coser las cicatrices que todos necesitamos para justificar sentirnos con pasado. Quizá sea un anuncio de lo mucho que odiamos estar solos, una fogosa tarjeta de presentación al malicioso mundo. Educarnos para aquello resulta inverosímil. Educarse en un mundo rosa puede resultar tan nocivo como racionalizar el divertido estado de sentirse levitar, de aquello que Gardel definía muy gauchamente como un tango sin nombre. Y nunca más preciso.