Una de las mayores problemáticas que encuentro en el campo de la educación tradicional es la relación bien establecida que existe de desconfianza del maestro hacia el alumno. Este es un tema muy debatible y de hecho, ya existen propuestas bien distintas dentro de la evaluación de la educación, con calificaciones menos rígidas y dinámicas de grupo que tienden a erradicar poco a poco el tan hostil examen en papel y con el ángulo de visión reducido a las dimensiones de la hoja de papel que contiene las preguntas de dicho examen.
Basta con que recordemos nuestros tiempos de estudiantes en la escuela y evoquemos aquella atmósfera, mezcla de miedo, incertidumbre y ansiedad que se instalaba en la época previa a los exámenes y en especial de aquellos que resultaban decisivos para dar el salto hacia el siguiente año escolar sin tener que para por los cursos de nivelación mientras otros chicos se divertían en época de vacaciones. En mi experiencia personal recuerdo un hecho muy particular que pinta de cuerpo entero esta situación de desconfianza maestro-alumno por su aparatosidad y, visto a la luz del tiempo, por su tremenda ridiculez.
Imagen tomada de Flickr por Orcoo
En aquellos años de la secundaria, en mi escuela se anunciaban los exámenes de final del año con bombos y platillos. Los profesores parecían disfrutar socarronamente de estos anuncios y un atisbo de teatralidad se escondía tras su discurso. La importancia de estos exámenes, el compromiso de seriedad del alumno y todas las demás recomendaciones se daban dos semanas antes de finalizar oficialmente las clases y pasar a esa recta final de diez días de maratón de evaluaciones.
Por esos días, se publicaba en el mural general una lista bastante particular a la que me arrepiento de no haberle sacado fotografías porque tengo entendido que ya no se hace más y es uno de los temas mas evadidos por nuestros antiguos profesores en los almuerzos de camaradería que nuestra escuela realiza anualmente. Aún no puedo confirmar si sólo fue una ocurrencia de mi escuela o fue una pequeña moda en las escuelas de fines de los años ochenta, el hecho es que la mentada lista, consignaba la distribución de todo el alumnado de secundaria durante la época de exámenes. Para esto, lo que se hacía era, tomar aproximadamente la mitad de cada aula e intercambiarla por la mitad de otra aula. Por ejemplo, si un alumno había pasado todo ese año escolar en el aula del primer grado signada con la letra A, en épocas de exámenes finales, era trasladado al aula A del tercer grado (siempre y cuando estuviera en la mitad que se movilizaba). En este mismo ejemplo, la mitad correspondiente al aula A del tercer grado se movilizaba hacia el espacio dejado por la mitad del aula A de primer grado que se movilizó. Y así también se hacía con las demás aulas de los demás grados. Como dije, profundamente ridículo.
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Reconozco que en un comienzo tomamos la medida con gracia y hasta con benevolencia, sobre todo los chicos, porque así nomás no se quedaba cara a cara con una hermosa representante de cuarto año de secundaria, menos cuando uno aún es un niño de segundo de secundaria a la vista de ellas. Pero ya cuando nos encontrábamos en el último año de la secundaria, la medida se nos hacía pesada e innecesaria y los cuestionamientos comenzaron y aún son un bichito que sigue rondando por mi cabeza. ¿Por qué tanto grado de desconfianza? ¿Era sólo una maniobra para hacer sentir que tenían el control total de la situación? ¿Entendieron mal el concepto de dinámica de grupo? La verdad, no lo podría precisar. Lo cierto es que aquella medida terminó de abrir mis ojos hacia la problemática que existe al establecerse la relación de desconfianza de los maestros hacia los alumnos cuando el fundamento básico -y hasta la prerrogativa diría yo- de un maestro, debe ser precisamente ganarse la confianza de sus alumnos, ser una persona en la que confíen totalmente, un guía, prácticamente un segundo padre al que el alumno ni siquiera considere engañarlo. Tampoco sería justo cargarles toda la culpa a ellos porque finalmente son una pieza más dentro del armazón de las políticas que imparte el Ministerio de Educación. Probablemente muchos docentes sean de la misma idea que el que escribe y tengan una visión menos ortodoxa de las relaciones que deben asistir a maestros y alumnos.
Imagen tomada de Flickr por israfel67
Los antecedentes de este sistema educativo, basado en la rigidez, podemos hallarlos en los siglos XVI y XVII en la pedagogía eclesiástica de los jesuitas que posteriormente fue desarrollada en el siglo XIX y constituyó una gran influenza para la enseñanza tradicional. En este esquema, el autoritarismo recae sobre el maestro, se deben tratar sólo los temas que éste plantee y en la mayoría de los casos, los planteamientos del alumnado son desestimados o dejados para “más adelante”. Con el tiempo se crea un aparato más sofisticado en que la escuela pasa a ser una institución dentro del Estado. Como tal, las decisiones las toma el Estado y son verticalizadas –a través del Ministerio de Educación- hacia los maestros y, a su vez, estos hacia el alumnado. Se imparte cultura básicamente y los problemas sociales se dejan para la sociedad. No se busca que fomentar el debate. Bajo esta óptica es fácil ver cómo se origina el círculo vicioso. El alumno acude en un horario fijo, debe seguir varias normas impuestas (corte de pelo, no comer en clase, etc.) y, sobretodo, atender clases por las cuales posiblemente no tenga el más mínimo interés. Por si fuera poco, debe hacer tareas llegando a casa acerca de esos temas que no le provocan mayor interés. Es lógico que llegado el momento del examen sienta la tentación de copiar. Qué distinto sería si el alumno pudiese elegir los cursos o materias que realmente le interesen. En ese hipotético contexto y con la confianza de los profesores, sustentada en sus conocimientos, la palabra plagio se extinguiría y se transformaría en afán de investigación personal.
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