Muchas veces nos preguntamos qué es la realidad y por qué vemos lo que vemos. Particularmente, he encontrado las mejores respuestas en las ciencias sociales, y en especial, de la mano de Jorge Manuel Casas*, quien regala interesantes trabajos sobre la realidad, representación e imaginarios sociales.
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Usamos la palabra “realidad” para referirnos a lo que existe efectivamente. En cuanto a esto, una importante corriente de sociólogos del conocimiento se enfrente a los defensores de la “dureza” de las ciencias “duras”. Los primeros sostienen que la ciencia es un producto cultural y que, por lo tanto, sus explicaciones de la realidad también lo son. Los segundos se niegan a creer que la realidad de la fuerza de gravedad o del triángulo equilátero dependa de nuestra cultura o de su historia.
El lenguaje es el medio específico a través del cual describimos lo real y le otorgamos un significado. La realidad está ahí, pero “sin forma” hasta que la describimos; al atribuirle significado a los objetos hacemos que éstos comiencen a relacionarse entre sí (“mesa” es lo que no es “silla”). Hablaremos de “lo real” como la realidad indeterminada y reservaremos “realidad” para las descripciones de “lo real”.
Aquí entra en juego la red simbólica del lenguaje. El hombre es un animal simbólico porque puede producir y reconocer símbolos, y el lenguaje es una “red simbólica” en dos sentido: los símbolos dependen uno de otros y, en sentido figurado, nosotros “atrapamos” el mundo y le damos significados. Lo real es inagotable y nuestras descripciones o lenguajes sólo articulan “algo” de aquello a lo que nos referimos. Cuanto más diversa y amplia sea nuestra red simbólica, mayor resulta nuestra capacidad de determinar la imagen de la realidad, más cosas “vemos” en ella.
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Los lenguajes son entonces como los sentidos. La vista, el gusto, etc. nos brindan diferentes “entradas”, por ejemplo, de una taza de té. Vivimos nuestra vida real sin saber realmente en qué consiste, y en eso consiste nuestra vida (simbólica). Llamamos código al sistema que establece reglas de combinación, las relaciones entre significado y significante (semiótica pura). No habría leguaje sin relación entre personas, ya que nunca podríamos saber exactamente qué significan los símbolos sin la ayuda de “otros”, los intérpretes, por eso decimos que el lenguaje es social. “Lo real” no es nada determinado hasta que lo determinamos por medio del lenguaje, y esta determinación debe llevarse a cabo con el concurso de los otros, porque sin ellos no habría realidad alguna.
Peirce aplica su concepto de terceridad. “Un tercero es algo que pone a un primero en relación con un segundo”, sólo que para él este tercero es la interpretación de nuestra propia menta y no un ser ajeno.
Cuando un niño imita el habla del adulto, la reproduce. A esto se le llama conducta mimética. Las obras de teatro son representaciones miméticas en las que los sucesos “vuelven” a suceder, en este sentido el arte retiene la conducta simbólica del rito (recortar por medio de gestos corporales un evento del mundo). Con esta mímica del rito las personas comenzaron a producir un mundo; imita algo que no está ahí hasta que no es imitado.
¿Qué papel juega la imaginación? Pues la imaginación productiva es la facultad que confiere una forma a ese “mundo” y lo describe para nosotros, elaborando los esquemas de nuestro lenguaje. Es una de las condiciones necesarias para transformar nuestro mundo y para producir visiones o teorías nuevas sobre un mismo fenómeno. Tenemos teorías porque no sabemos de qué se trata eso de los que hablamos. Esta confusión nos lleva muchas veces a perder contacto con lo real, porque lo sustituimos por nuestras propias descripciones. Tal “fallo” de nuestra aptitud simbólica es algo que deberíamos rescatar de la denuncia de los “iconoclastas”. El fenómeno se llama “aumento icónico” y lo experimentamos diariamente por ejemplo, cuando ordenamos una hamburguesa, que para nosotros la real es la que pedimos por la foto exhibida en el mostrador y no la comemos. Lo mismo sucede cuando tratamos a los actores como si fueran los personajes que representan. Los fantasmas de la imaginación resultan más reales que las personas mismas.
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La forma de nuestros “relatos” es una estructura según la cual los comprendemos; es una producción de la imaginación y no todas las comunidades lo imaginan de la misma manera. A través de la imaginación uno figura que los otros son un “Yo” como “yo”. La imaginación crea, identifica y sostiene todas las relaciones que establezco con los que me precedieron y los que me sucederán, pero también con mis contemporáneos. En la imaginación se conservan las relaciones intersubjetivas, el lazo social e histórico.
La relevancia de la imaginación asciende en el imaginario social, el cual es como un gran tesoro de imágenes imaginadas por todos, en las que reconocemos nuestro mundo y nos reconocemos a nosotros mismos. Pero el imaginario social no es lo mismo que la “realidad”. De hecho, se caracteriza precisamente por cierta incongruencia en relación con lo que “vemos” que, al ser compartida con otros, identifica a todos los que participamos. Tal incongruencia exhibe dos sentidos: ideológico y utópico. Solemos llamar ideología al hecho de que construye un engaño parcial en relación con lo que “verdaderamente” ocurre. Toda realidad es ideológica porque es algo que nos imaginamos y que coincide con nada. La utopía es todo lo contrario. La ideología es anónima y se hacen pasar por “realidad”. Las utopías reconocen autorías muy claras y se confiesan a sí mismas como “utópicas” (descripciones de algo que no tiene lugar en la “realidad”). La utopía subvierte el orden vigente y “rehace” las relaciones sociales, por eso no integran sino que desintegran en función de una nueva integración proyectada; y pueden convertirse en patologías si destruyen por completo los lazos históricos y sociales que nos vinculan a los otros, ¿o hace falta recordar el caso del nazismo?
*Jorge Manuel Casas es profesor en Filosofía de la Universidad de Buenos Aires (UBA), docente-investigador en el Ciclo Básico Común y en las Carreras de Comunicación y Trabajo Social de la misma universidad. Profesor titular de postgrado en la Universidad del Museo Social Argentino. También ejerce la docencia en institutos terciarios, instituciones de Estado y asociaciones profesionales. Ex becario de la UBA y de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires. Es doctorante en el Programa de Doctorado de la Facultad de Ciencias Sociales-UBA.
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