Me ha tocado vivir de cerca lo que siente el segundo hijo de la familia. El caso es de mis primos hermanos, caso que en algún punto se puso muy divertido para quien escribe. Todavía recuerdo con claridad la escena cuando parte de la familia estaba reunida en la casa. Los padres de mis primos discutían acerca de la ropa del segundo hijo, no porque debían comprarle alguna nueva sino porque le contaban al resto de la familia que nunca botaban la ropa que el hijo mayor usaba y que pasado unos meses ya podía hacerlo porque había crecido unos centímetros más. Esta ropa por tanto, se encontraba en buen estado de conservación. Se hizo práctica común para mis tíos, guardar estas prendas para sacarlas en el momento necesario, cuando el segundo hijo alcanzara esas tallas. La misma táctica era empelada con los zapatos y ni qué decir de los útiles escolares. En esta escena, estaba presente, entre otros, mi primo menor en ese entonces, escuchando atentamente las disertaciones de sus padres. Ya tenía ocho años aproximadamente y se daba cuenta perfectamente de su terrible destino: la herencia de segunda mano. No pude evitar sentir lástima por él.
Imagen tomada de Flickr por ova-ham
Su rostro se fue transformando y de la alegría y espontaneidad propias de un niño, fue pasando a la resignación mezclada con la angustia e impotencia de no poder hacer nada para escapar de tan cruel destino. Cómo explicarle a esa edad, que no era nada personal, no era una saña contra él ni una conspiración familiar para hacerlo infeliz sino simplemente una cuestión de ahorro y economía familiar. Lo anecdótico era que mi primo mayor, a su vez, había pasado por este destino y recibía en herencia la ropa que su primo mayor –quien escribe- le heredaba. Pero la connotación era harto distinta.
Yo le llevo cinco años a mi primo mayor y, en ese sentido, yo era una especie de ídolo para él, sin proponérmelo debo decir, para hacerme justicia. Para mi primo mayor, era todo un honor vestir la ropa que su primo mayor, líder espiritual y guía, había vestido en alguna ocasión. Se podía ver su rostro de felicidad cada vez que le hacía entrega personalmente de los polos o pantalones que ya no me quedaban. Se los enfundaba cual si hubiese recibido nuevos galones en una escuela militar y los lucía con orgullo, bullendo en deseos de salir a ala calle con la nueva indumentaria.
Pero, en el caso de mi segundo primo, la historia no andaba por allí y el tomaba las cosas en otro sentido. Para comenzar, su hermano mayor no era un líder para él. Era su rival más bien, el que siempre le hacía dolorosas llaves y lo sometía cuando le daba la gana por su mayor corpulencia. Era la persona contra la que había que luchar para obtener un lugar de privilegio dentro de la familia y tener el reconocimiento de sus padres. En todo caso, lo que mi segundo primo quería era ser parte de la pequeña cofradía, unirse a quien escribe, el líder –no por voluntad propia, insisto-, a su segundo al mando, mi primo mayor, y él, mi segundo primo, conformarse aunque sea con una posición servil propia de los últimos estamentos de una jerarquía militar. Pero ni a eso podía aspirar porque nosotros, cruelmente, lo apartábamos de nuestros juegos por ser muy pequeño y frágil. Ahora lo confieso con mucha pena y sentimiento de culpa, pero éramos todos niños, qué podía hacer. En ese contexto, mi primo segundo recibía la ropa de segunda mano de su archirival. Imagínense cómo se sentía aquel niño.
Imagen tomada de Flickr por Radio AM
Por si fuera poco, a mi primo segundo no le dejaban hacer algunas cosas que a su hermano mayor sí, por cuestiones de edad, como quedarse despierto un poco más de tiempo o participar en ciertos juegos que podían resultar peligrosos para él por su fragilidad física respecto de la de su hermano. Incluso años más adelante cuando ya empezaban salir solos a la calle, el segundo necesariamente debía salir en compañía de su hermano mayor y nunca solo. A diferencia del mayor que podía salir solo algunas veces. Pero no todo fueron desventajas y mi segundo primo gozó de una mayor experiencia de mis tío en su papel de padres. Ya no eran tan recelosos con él y tenía ciertas concesiones para sus travesuras ya que los castigos más ejemplares eran destinados al hermano mayor. Pero la historia no concluyó allí y al cabo de unos años, mis tíos tuvieron un tercer hijo. Unos nueve o diez años de diferencia lo separaba de mi segundo primo y los miedos se volvieron a instalar en mi segundo primo al contemplar como sus padres se desvivían por el recién llegado y nuevamente él pasaba a un segundo plano junto con su hermano mayor. Lo anecdótico sucedió algunos años después cuando mi tercer primo alcanzó a heredar la ropa de mi segundo primo que ya venía de su hermano mayor y en algunos casos había pasado por quien escribe. Incluso mi tía contaba feliz que había conocido a una costurera que sabía achicar los polos a tallas menores. Pobre mi tercer primo, lo que le esperaba.
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